Un fin de semana en el Delta

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Caminaba por la calle Corriente, como siempre, ensimismado y pensativo, cuando de pronto, una fuerte palmada en la espalda, me trajo a la realidad. Era Ricardo, un amigo de la infancia, hacía añares que no nos veíamos,
_ ¡Que hacé, zombi! ¡Siempre en la nuve vo!
Pese a tener un poco más de panza no había cambiado nada, igual que antes, seguía bromista, medio pesado y bastante pasado de revoluciones.
Nos fuimos a tomar un café. Con su verborrea habitual me contó, en diez minutos toda su vida y la de algunos viejos amigos más.
Estaba feliz de encontrarme porque justo la semana venidera, pensaba festejar su cumpleaños. Había organizado, junto con otros dos de la antigua barra, una festichola.
De entrada el asunto no me gustó nada. El programa era pasar sábado y domingo en una casa de su propiedad en el Delta, por supuesto incluía asado corrido y alguna sorpresita como para pasarla bomba. Intente alguna excusa, pero no hubo caso.
Me corrió por el lado de la nostalgia y de la alegría que le causaría a los otros el verme aparecer. Además podríamos darnos el gusto de pescar unas buenas tarariras, y hasta por ahí, algún lindo doradito. Al cuete explicarle que a mí la pesca, me parecía la cosa mas aburrida del mundo y el pescado de río me parecía un espanto.
No tuve más remedio que aceptar.

Ocho y veinte de la mañana, nos encontramos en la estación de tigre.
Saludos, abrazos y José mientras, intenta estacionar su coche, resultado final, cuando llegamos al muelle vimos como se alejaba la lancha. La siguiente salía recién a las catorce y treinta. Tomarla significaba perder prácticamente el día, el viaje era, más o menos de dos horas y media,
Quedaban dos opciones, volvernos a casa o tomar otra lancha, que salía a las nueve pero, dejaba en un arroyo del otro lado de la isla.
Según Ricardo, la caminata no era muy larga y además existía la posibilidad de encontrar a un vecino amigo, que nos alcanzaría en su lancha.
Pese a mi opinión en contrario, optaron por tomar la lancha colectiva.

Dos horas veinticinco minutos después, desembarcábamos en el muelle de una bonita casa.
En el mismo, un cartel rezaba: “Prohibido desembarcar propiedad privada”.
Salió a recibirnos un señor con cara de pocos amigos. ¡¿Ustedes no saben leer?! Fue lo primero que dijo.
Pese a las explicaciones de Ricardo diciéndole que íbamos a la casa vecina, que el lanchero nos había informado que tenía el muelle roto, no cambio su cara de culo.
Cuando nos alejábamos lo oíamos murmurar que a él eso le importaba tres carajos, que si al estúpido ese, los lancheros brutos le habían roto el muelle, que se joda y un montón de cosas más, que ya no llegamos a entender.
Caminamos unos doscientos metros, por una vereda muy bien afirmada, bordeada por setos de ligustrina y matas de hermosas hortensias, hasta llegar a la casa del señor, que supuestamente debía llevarnos en su lancha. Estaba todo cerrado y la altura del pasto, indicaba que nadie había estado por allí, en un largo tiempo. Era de imaginar, de acuerdo a como empezaba todo en este fin de semana.

Cargando bolsos, bolsitos, bolsas y bolsitas, desandamos el camino, tratando de pasar frente a la casa del tipo desagradable, lo más rápido posible. Por la misma veredita avanzamos unas siete u ocho cuadras, hasta llegar a un lindo puente que cruzaba un zanjón que venía del interior de la isla. No pasamos por el mismo, nos internamos en cambio, caminando sobre la defensa que bordeaba dicho zanjón.
Esta defensa, que evitaba en parte que el agua cubriera todo, estaba hecha con la misma tierra del dragado. En su parte superior, que era por donde caminábamos, medía unos sesenta centímetros de ancho, pero a medida que avanzábamos, la falta de mantenimiento, la reducían a menos de treinta centímetros. La humedad habitual de estos lugares, sumada a la lluvia que no había parado durante la semana anterior, la convertían en una pista de patinaje, donde se hacía casi imposible mantener el equilibrio. La humedad, el calor sofocante y los mosquitos, sumados al barro y a los resbalones, convertían a nuestra marcha, en lenta y penosa. Si bien los otros, parecían mas acostumbrados que yo a estos avatares, el humor había decaído y más que risas, se escuchaban puteadas.
Casi una hora después, cuando ya creía desfallecer, vi a la distancia, sobre nuestra ruta, una modesta vivienda. Se levantaba a orillas del zanjón, que a esta altura, no era mucho mas que una zanja maloliente.
Incluso se alcanzaba a distinguir una pequeña construcción sobre la misma zanja. Sufrí una gran desilusión al enterarme que ese no era el fin del recorrido. Llegando casi a la casita, en realidad un ranchito, dimos con los restos de lo que fuera un puente. Por él debíamos haber cruzado. Unos metros más adelante, un par de tronquitos, habían sido colocados, en su reemplazo.
Creo que si no hubiera sido por el fastidio de reandar lo hecho hasta allí, habría dado vuelta sin más,
Alentado, al ver cruzar a mis compañeros sin mayores problemas, lo intenté resueltamente.
También, resueltamente, patiné, y fui a dar al fondo del zanjón. En él quedaron rotas dos botellas de vino, mi orgullo y gran parte de mi dignidad. Por el olor, comprendí que funciones cumplía la pequeña construcción, vista anteriormente.
Entre las risas, de mis amigos y las de los isleros, que habían salido al escuchar voces, conseguí salir de tan embarazosa situación.
Estaba cubierto de pies a cabeza de una mezcla de barro y mierda, que hizo que todos se apartaran de mí, como si tuviera la peste.
Continuamos internándonos en la isla, ya no teníamos como camino a la defensa, ahora avanzábamos por una estrecha y barrosa picada. En realidad, apenas una huella, que pronto se fue perdiendo. De ahí en más, seguimos adelante, con el barro o el agua a la altura de las rodillas, entre espadañas y plantas pinchudas. Todo sazonado con todas las especies de zancudos conocidas y algunas más.
Luego de más o menos media hora de este suplicio, fuimos a dar a una forestación que recientemente había sido talada. Los troncos ya se los habían llevado, pero las ramas no. Todo el terreno estaba cubierto por ellas, lo que hizo peor aún nuestro avance. Por suerte, encontramos las vías de decauville por las que habían sacado la madera, aún sin levantar. Estas nos permitieron, salir en poco tiempo más, a la costa del arroyo. Por él, apareció un islero, navegando en un pontón. Respondió a nuestro llamado y por unos pesos, nos llevó sin inconvenientes a nuestro destino, del que estábamos ya bastante cerca.

El muelle donde desembarcamos, no ofrecía mucha seguridad. En realidad, era un antiguo y deteriorado muelle, que había sido reparado con palos de sauce.
La casa, era una especie de prefabricada, que parecía hacer equilibrios, en la punta de unos palos raquíticos. A un costado, una construcción, parecida a un rancho de adobes, ya casi tapera, completaba el lamentable aspecto edilicio de la propiedad.
Lo que debía haber sido el jardín, era un terreno descuidado, que daba la impresión de nunca haber sido desmalezado.

Mientras mis amigos abrían la casa para ventilarla y trataban de buscar algo de leña seca, yo lo único que quería, era sacarme la ropa maloliente y lavarme.
Armado de un balde, me fui directamente al muelle. En él, aprovechando que un tropezón me había mandado al agua de cabeza, me bañé prolijamente y lavé toda mi ropa. Todo quedó de un leve tinte amarronado, pero al menos no olía a mierda.

Almorzamos unos salamines, queso y algunas aceitunas, o sea lo que debió haber sido una picada. El asado se pospuso para la noche.
La lluvia caída durante toda la semana, sumada a que el agua había estado arriba, hizo que no se pudiera encontrar un solo palo seco en toda isla. El bolsón de carbón, que cargamos gran parte del camino, había quedado abandonado, porque total para que cargarlo cuando en casa podemos usar leña.
Después de tan opíparo almuerzo, busqué un lugar donde poder dormirme una siesta. Encontrada que hube una reposera, coloquéla bajo umbrío árbol. Experimentaba las bonazas del primer adormecimiento, cuando el ruido del motor de una lancha que atracaba en el muelle, me despabiló. Era una taxi, que nos traía a las sorpresitas.

Las sorpresitas eran dos pibas. Una tendría con suerte, dieciocho años, la mayor, alrededor de los veinticinco. Tenían más cara de miseria, hambre y miedo, que de putas. Sonreían tontamente, tratando de agradar. Lo del hambre, lo demostraron comiéndose hasta la última miguita de lo que había sobrado de nuestro almuerzo.
Mis amigos, mientras tanto ponían cara de galanes y se hacían los seductores, a la vez que decían los chistes de peor mal gusto que he escuchado.
Sentí verdadera vergüenza ajena.
Y no es que tuviera nada contra las putas, todo lo contrario, las respeto, creo que son necesarias y que brindan un importante servicio. No creo que ninguna se dedique a este desagradable oficio por gusto. No obstante, una cosa es una profesional, que sabe porqué, cómo y cuándo, y otra muy distinta, estas pobres pibas miserables.

Así entre bromas estúpidas y manoseos, subieron a la casa. Me excuse de acompañarlos diciendo que algo de lo comido, me había caído muy mal y que tenía una diarrea tremenda, en cuanto pudiera subiría.
Esto dio lugar a grandes risotadas y tuvieron un buen motivo para decir todo tipo de pavadas.
Busqué nuevamente, la comodidad de la reposera, e intenté descansar un rato. Cada tanto, me llegaban desde la casa las risotadas. Al rato, se asomó uno que me gritó que me apurara, que me estaba perdiendo lo mejor. Realmente no sé a que se referiría, pero conteste que enseguida iba. Tres cuartos de hora después, lo sentí gritarme nuevamente ¡Dale boludo que si las locas pierden la lancha de vuelta, las tenemos que aguantar toda la noche!
Esta vez preferí no contestar, y trate de mantener la calma.

Por fin, llegó la hora de la lancha y las pibas se fueron. Note que mientras se embarcaban, me miraban con cierta extrañeza.
Mis amigos, con caras satisfechas, no terminaban de contarse y contarme, las grandes aventuras amatorias de ese día. Por supuesto, omitiré los detalles, me resultaría vergonzoso tener que repetir tanta gansada desagradable.
Algo me quedó claro, estos eran realmente, unos verdaderos gansos.
Debería haber tomado yo también esa lancha, pero mi ropa estaba totalmente empapada, tendría que aguantarlos hasta el día siguiente.
Lo que no me quedó tan claro y en cambio quedo dando vueltas en mi cabeza, fue una sospecha. Era algo que subyacía en el fondo de estas historias. ¿No sería que toda esta promiscuidad, no fuera otra cosa que una excusa para toquetearse entre ellos, aprovechando la oscuridad?

Por suerte pasó la lancha almacén, que venía muy atrasada. Pudimos comprar carbón. Esa noche por fin, comimos un buen asado.
Me dediqué a comer a dos carrillos y a tomar vino, después de todo era lo mejor que había ocurrido, en este desagradable día.
Me trataron de intelectual paspado, tirifilo y cagón de mierda. No les di ni pelota, hubiera terminado a las trompadas.

Nos fuimos a dormir temprano, estábamos cansadísimos.
La noche no quiso ser menos que el día.
La cama que me tocó en suerte, tenía el elástico de malla metálica, totalmente vencido y uno quedaba hundido en un pozo.
El colchón era una maza húmeda, con un olor insoportable a moho.
Los mosquitos, de tamaño gigante, se dedicaron a dejarme sin gota de sangre. Las cucarachas, que infectaban la casa, se pasearon alegremente por mis brazos y cara. Pude comprobar, que el contacto de sus patas pinchudas, es una de las sensaciones más desagradables y duraderas. Otra espantosa sensación que descubrí esa noche, fue el sentir a un mosquito revolotear enredado en los pelos de mi nariz..

Sería las tres de la mañana, cuando tuve que levantarme para hacer pis. Me llamó la atención, al asomarme a la puerta, el brillo de la luna en el agua. Pronto descubrí, que estábamos totalmente rodeados. La casa parecía un barco en alta mar.
En ese mar, boyaban las sillas, la mesa y cuanta cosa habíamos usado y dejado abajo. Por supuesto, gran parte de la ropa que había dejado secándose, también navegaba lentamente.
A los gritos, los obligué a despertarse. Me costó bastante hacerles entender lo que pasaba, mientras aguantaba sus puteadas
No tuvimos más remedio, hubo que meterse, con el agua a la cintura, y a la luz de una linterna, juntar todo lo que flotaba, antes que la corriente se lo llevara.
Cuando terminamos la interesante tarea, descubrimos que a Jorge, le habían aparecido unas feas manchas rojas en las piernas. Probablemente se debieran a algún tipo de alergia, el asunto era que le picaban bastante. Como no había en la casa nada mejor, se me ocurrió hacerle una friega con ginebra. Fue una pena desperdiciarla así, pero le hizo bien, a la mañana las manchas prácticamente habían desaparecido.
Terminamos lo que quedaba de la noche, muertos de frío, envueltos en mantas y tratando de calentar agua para hacer café, en un viejo, mal oliente y humeante, Bran Metal.
Amaneció a las seis y media, una densa bruma cubría todo y la temperatura había bajado notoriamente. Por suerte el agua, también había bajado un poco. A las ocho, esta vez con el agua a la rodilla, salimos a ver que más podíamos rescatar. Salvamos algunas cosas que habían quedado varadas en un parte mas alta del terreno y otras hundidas, con las que por casualidad tropezamos.

Por fin a las dos de la tarde, apareció la lancha que nos llevaría de regreso. Habíamos estado parados media hora en el muelle, con el agua a media pierna. Estábamos muertos de frió y de hambre. Al carbón se lo había llevado el río y lo poco que teníamos comible, sin necesidad de ser cocinado, se había acabado temprano a la mañana.
Yo tenía mi ropa empapada, me sentía afiebrado, me dolía todo y estaba furioso.
Llegamos a Tigre, nos despedimos rápidamente, con frío y fríamente.
Nos prometimos llamarnos.

Pasé una semana en cama, con fiebre, anginas, engripado, enculado y qué se yo con cuántas porquerías más.
Al Delta no he vuelto, creo que deberá pasar mucho tiempo antes que lo haga.
De mis amigos no he tenido más noticias, espero no volver a tenerlas.

_________________2006.

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