Amanecer feliz de un triste día

.

Estaba oscuro aun, muy lejos se escuchó el llamado de un zorzal, pronto otro le contestó. Rápidamente los llamados se fueron acercando. Aparecieron en escena los horneros con sus cantos estridentes.
Ante tanta barahúnda, el Sol tuvo que despertarse.
Tímidamente al principio, una leve claridad apareció en el horizonte. La noche, discretamente, optó por la retirada sabiendo del mal humor con que amanecía, el aún somnoliento, antes del desayuno.
Luciendo un raro color naranja fue apareciendo.
Aparentemente, el baño en el Río de la Plata, le hizo bien por que pronto se mostró refulgente.
Con gran batifondo, salieron a saludarlo los chingolos, cabecitas negras y las ratonas, a las que se unieron pronto gorriones y otro montón de bichos ruidosos, como las cotorras y las calandrias en sus diferentes idiomas.

A gran distancia aún, se comenzó a oír un extraño y rítmico sonido.
A medida que se aproximaba, todo empezó a temblar al compás de sus marcados bajos, semejantes a bombos golpeados con furia y a estridencias de teclados electrónicos aporreados por inexpertas manos.
Pararon las orejas los animales que las tenían. Callaron los pájaros y buscaron refugio en las más altas ramas de los árboles. Unos y otros, con caras de espanto y a la vez de desaprobación, trataban de esconderse como mejor podían.
Se vio aparecer por fin, al causante de los infernales ruidos. Lentamente asomó un cientoveintiocho. Su conductor, con cara de satisfacción y aire de superioridad, escuchaba con delectación los horribles ruidos, que a través de sus cinco parlantes, emitía un compacto de cumbia villera.
Por suerte Dopler ya había inventado el efecto y el bochinche pronto se perdió en la distancia.

Ahora un nuevo cambio se producía, el canto de los pájaros era reemplazado de a poco por el sonido de infinitos motores y bocinas.
Los camiones de La Serenísima se lanzaban con ferocidad draconiana a pasar las esquinas y un montón de impasibles barrenderos poblaban las calles.

El señor Gonzáles, reconoció con fastidio que ya era hora de levantarse.
Se tomó unos mates. Se vistió lentamente y después de una rápida afeitada, salió rumbo a la estación. Miró con cariño a los árboles y al verde de la plaza, sabiendo que era lo último agradable que vería en el día.

Luego de más de media hora de sacudones, apretones y pisotones en el tren, llegó a la encantadora plaza Once. Cruzó entre los estentóreos llamados al arrepentimiento de los pecadores, lanzados al aire por innumerables pastores evangelistas, esquivando putas representantes de todas las provincias del país y de varios países latinoamericanos, entre linyeras, viejos desahuciados y niños aspirando en bolsas con pegamento.
Luego de este entretenido paseo, subió al colectivo, que tras varios minutos de nuevos apretones, pisotones y sacudones, lo dejó frente al edificio donde trabajaba.
Éste, una alta torre revestida en cristales, hermosa por fuera, espantosa por dentro. Frío laberinto de acero, aluminio y pulidos mosaicos, con oficinas que asemejaban grandes hangares, subdivididos en múltiples cubículos de bajas paredes, con el espacio justo para un escritorio y una silla, con el permanente zumbido producido por las infinitas computadoras.
Ése era el lugar donde el señor Gonzáles, pasaba gran parte de sus días. A veces, de puro aburrido, pretendía entrar a alguna página porno, pero siempre alguna mirada vigilante se lo impedía.

Ese día no se sentía del todo bien. Algo le había pateado el hígado.
No tuvo más remedio que ir varias veces al baño, cosa que le desagradaba muchísimo. Primero por la cara de culo que le puso la jefa la segunda vez que lo vio pasar. Segundo por las estúpidas bromas de sus estúpidos compañeros de trabajo. ¡Che, Gonzalito, te comiste un perro muerto! Y cosas por el estilo.
A los baños les habían quitado las puertas y dejado apenas unos pequeños manparos divisorios para evitar que los empleados pudieran encerrarse a leer el diario o a fumar un cigarrillo, cosa esta, totalmente prohibida dentro de la empresa.

¡Oiga Gonzáles! Bramó la jefa, la tercera vez que lo vio pasar.
¡A usted la empresa no le paga para estar yendo al baño a cada rato!
¡Si está con cagadera, tómese un carbón y póngase a trabajar inmediatamente, que tanto joder!
Esto, por supuesto, provocó la hilaridad de sus compañeros, que si bien no se animaban a levantar la cabeza para no caer en la volteada, lo miraban socarronamente de reojo.
A esta altura de los acontecimientos, ya se sentía realmente furioso.
Se le hacía evidente, que las oficinas de Mariani(*), parecían ahora, envidiables cosas perdidas en el tiempo.
A su lado paso el ruso Jatimliaski, el peor de los rompe bolas, ¡¿Que decís cacarelo?! Le dijo por lo bajo. ¡Que te pasa a vos, pelotudo! Le gritó él, ya harto. ¡Gonzáles! Pego el grito la mandamás ¡Déjese de molestar a sus compañeros, déjelos trabajar a ellos por lo menos ya que usted no lo hace!
Este fue el detonante. Con cara de loco, escrachó el monitor contra el suelo y entro a revolear cuanta cosa tenía a mano.
¡Seguridad! Gritaba histérica la jefa,
¡Así que querés seguridad, hija de puta! Le respondió él, mientras le ponía el escritorio patas arriba y de un piñón la tiraba de culo al suelo.
Ya estaba embalado. Empezó a prender fuego a cuanto papel caía en sus manos. Pronto eso se convirtió en un pandemonio. Todos corrían de un lado a otro dando gritos como locos. Los matafuegos no aparecían y ya empezaban a prenderse los plásticos, o sea el ochenta por ciento de lo que había en esa especie de galpón. Una densa y espesa humareda comenzaba a cubrirlo todo. La gran mayoría de los empleados corría escaleras abajo aterrorizados, uniéndoseles los de los demás pisos, que por diversión o por las dudas, aprovechaban a rajarse.

Él, ahora con cara de satisfacción, rompiendo el vidrio de una ventana, respiró una gran bocanada de aire fresco. El hermosísimo día primaveral y el recuerdo del dulce canto matutino de los pájaros, lo inspiró. Resueltamente salió volando a unirse a las palomas de Plaza de Mayo. Fue una pena. No pudo lograrlo, no era pájaro y no sabía volar. De haber sabido, tal vez sí, pero no. Quedó untado en la vereda.
Mientras tanto, de los pisos superiores del edificio, salían densas nubes de humo negro y algunas coloridas llamas.


(*) Mariani Roberto- Cuentos de la oficina.- 1926.

--------------------------------------------------------------------------
2006

No hay comentarios: