Enrique de Lagardere

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Podríamos decir que él, la había heredado.
Realmente su hija, no era hija suya.
Irina, la madre de la niña, había llegado a Bs. As. junto a su padre y a su hermano, algunos años mayor que ella.
Tenía entonces doce años y miraba con sus grandes ojos, deslumbrada, este nuevo mundo,
Venían de un ignoto país, de esos que formaran parte, hasta no hacía mucho tiempo, de la U.R.S.S. Uno de los tantos, que gracias a la separación, los terremotos y las guerras intestinas, habían quedado en la ruina más absoluta.
A la distancia, las noticias recibidas de América, que contaban maravillas de estos países pletóricos de carne y leche, fueron suficiente motivación, para que su padre comenzara las averiguaciones y los trámites, para embarcarse rumbo a estos lares.
Por supuesto, cuando llegaron acá, además de no conocer a nadie, no hablaban una sola palabra de castellano.
Tuvieron la suerte de encontrarse con gente buena. Los conectaron con el cura de una parroquia, donde alguien hablaba en ruso y ya, en otra oportunidad, habían dado albergue a paisanos suyos.
Poco después, recomendado por el cura, el viejo entró a trabajar de sereno, en una fábrica en el barrio de Pompeya.
Al muchacho, que rondaba los veinte años, lo acomodaron en un lavadero de autos.
En cuanto a la niña, le presentaron a un señor, que se comprometía a entregarle un pequeño acordeón, darle unas clases, suficientes como para tocar una o dos melodías fáciles y con estos rudimentarios conocimientos, le ubicaría alguna esquina concurrida de la ciudad donde pudiera hacer lo suyo. Del dinero recaudado él, se quedaría con el cincuenta por ciento.
Pronto, entre los tres y ahorrando como sólo ellos sabían, pudieron alquilar una piecita con cocina y baño, no demasiado lejos de la estación de Ciudadela.
Al principio estuvieron un poco apretados, hasta que Serguei, que así se llamaba el joven, se mudo.
Una señora un tanto mayor, que por pura casualidad, pasó por el lavadero de autos, lo contrató como ayudante de cámara o algo así y se lo llevó a vivir a su casa en San Isidro.
Dicha circunstancia, no sólo mejoró la capacidad del alojamiento, sino que con el aporte en dinero que efectuaba, de vez en cuando Serguei, pudieron comer y vestirse un poco mejor.
Era notorio, lo mucho que la acaudalada señora, valoraba los servicios del fornido muchacho. El joven, era ahora un elegante dandy, que se paseaba ufano, en la regia voiturette de su patrona.
Irina, pronto convertida en una bellísima adolescente, dejó la música e ingresó como aprendiz de manicura en una peluquería de su barrio. Al poco tiempo, por recomendación de la protectora de su hermano, quien dejo claramente asentado no tener el menor interés en tener tratos de ningún tipo con la familia, comenzó a trabajar en un distinguido salón de belleza de la Avda. Santa Fe.
Así las cosas, todo hacía prever un agradable futuro. Sin embargo, un inesperado hecho, cambió la vida de la joven.
Una noche, un grupo fuertemente armado, irrumpió en la fábrica donde trabajaba su padre. No se supo muy bien si pretendió resistir al robo o simplemente no les gustó la forma en que hablaba, el asunto es que le pegaron un tiro en la cabeza.
Irina, se encontró desolada, sin saber a quien recurrir. Su hermano se encontraba en algún lugar de la Polinesia, paseando con su benefactora y no tenía forma de comunicarse con él.
Fue en la parroquia, donde estuvieran alojados, que recibió consuelo y ayuda para zanjar todos los trámites burocráticos para el velorio y posterior entierro de su padre.
En la fábrica, le dieron unos pesos, con los que pudo solventar los gastos que todo esto le ocasionó.
Sin el apoyo de su padre, ni el de su hermano, tuvo que afrontar su soledad y resolver por sí misma.

Descubierta por alguien, dejó su puesto de manicura, para convertirse en promotora de una firma de cosméticos, donde pronto, se convirtió en la cara del producto. Entró así al mundo de la publicidad.
Comenzó a recibir, de señores y señoras, toda clase de propuestas más o menos indecentes. Por supuesto, aceptó algunas y de a poco se encontró inmersa en un mundo nuevo e insospechado. Un nuevo entorno lleno de fiestas, reuniones divertidas y pretendidamente elegantes.
Sin embargo, ello no evitó que se sintiera cada vez más sola y triste. Comprendía que su vida no transcurría por buen camino y que pronto este constante jolgorio se acabaría.
Tenía entonces diecinueve años y un embarazo de un mes.
Fue entonces que conoció a Enrique.

Enrique, era peruano. De padre francés y madre mestiza, había heredado los rasgos del primero, motivo por el cual, las cholitas, en su país, se lo disputaban.
Su familia vivía en las afueras de Lima, en un barrio de clase media.
Si bien no nadaban en la abundancia, no tenían carencias.
Era el menor de cuatro hermanos, todos, al menos habían logrado una buena educación media.
Al cumplir los dieciocho años, resolvió viajar a Argentina, siguiendo los pasos de su hermano mayor, que lo había hecho un año antes.
Llegado a Buenos Aires, sufrió los primeros desencantos. El hermoso departamento, donde decía vivir su hermano, era en realidad una pieza en un destartalado edificio tomado, en San Telmo. El puesto de importante ejecutivo de una gran empresa, era el de encargado de un locutorio trucho.
No tuvo mas remedio que aceptar esta triste realidad y prometerle a su hermano no contar nada a sus padres.
Según éste, se trataba de una situación momentánea, que le permitiría ahorrar buenos pesos, para poder luego instalarse por su cuenta, con un negocio legal.
Dispuesto a conseguir un empleo digno, no aceptó la oferta de su hermano, que le ofrecía quedarse trabajando con él.
Rápidamente descubrió, que si bien no era discriminado por su aspecto, como ocurría con la mayoría de sus compatriotas, al decir que era peruano, ya lo miraban con desconfianza.
Le costó bastante, pero después de dar muchas vueltas y por pura casualidad, un día que lo habían llevado a conocer el puerto de San Isidro, consiguió quedar de peón en el varadero de un club náutico.
El sueldo era bajo, pero entre otras ventajas, le ofrecían un lugar donde vivir, más la posibilidad de hacer en sus ratos libres, trabajos de mantenimiento y pintura en las embarcaciones. Eso le reportaría unos pesos extras. El lugar le gustó, la idea de trabajar al aire libre, también, pero, sobre todo, lo decidieron las ganas que tenía de salir prontamente, del lugar de vivienda de su hermano, el cual le resultaba sumamente desagradable.

Hizo bien, pocos días después de su mudanza, la policía allanó la casa y el locutorio. Encontraron drogas, armas y objetos robados, y si bien al hermano, no pudieron implicarlo en nada de esto, por el locutorio y por las líneas telefónicas robadas, sí. Fue deportado poco tiempo después.
Durante un año y medio, Enrique, siguió con su trabajo en la rivera,
En este tiempo hizo algunos buenos amigos. Entre el lavado, pintado y pequeñas reparaciones en los barcos, sumado a lo que le pagaban los propietarios, por poner y sacar las lonas de los mismos, pudo redondear un buen sueldo.
En general era estimado y respetado por todos. No es de extrañar, entonces, que el dueño de un importante velero, le propusiera trabajar en su empresa.
Remiso al principio, no se decidía a dejar la vida al aire libre. No debemos olvidar que a esta altura ya debía padecer el mal del sauce. Sabido es que, el que se ha quedado dormido en horas de la siesta, a la sombra de este árbol, corre el riesgo de recibir en su cabeza una de sus lagrimas, con lo cual es probable que entre otras cosas, pierda toda afición al trabajo y trate de allí en más de pasar el resto de sus días panza arriba a orillas del río.
La proximidad de un nuevo invierno, con sus rigores y las condiciones realmente favorables, que le ofrecían, terminaron de convencerlo.
Con sus ahorros y algo que le adelantaron en su nuevo empleo, pudo alquilar un departamentito en Capital, bastante confortable. Al principio su mobiliario, constaba de un colchón en el piso, su bolsa de dormir y muy poca cosa más. Con el tiempo lo fue aperando.
Al principio, fue muy feliz con su nuevo estatus, sin embargo, en su nuevo hogar, la soledad se sentía mucho más fuerte que en el río.
No bastaban las niñas de sábado a la noche, que visitaban su departamento con bastante asiduidad o las esporádicas salidas con algún compañero. El resto de los días, lo encontraban muy solo. Comenzaba a extrañar a su familia y a su país.

Una tarde, esperando en una agencia de publicidad que le entregaran las fotos, para la nueva campaña grafica de su empresa, observó que unos grandes y tristes ojos lo miraban. Inmediatamente reconoció a la protagonista de la tal campaña. Deslumbrado por su belleza, con una excusa cualquiera, se acercó a hablarle.
Salieron de allí juntos y después de tomar un café, caminaron horas, charlando y contándose sus vidas.
A la tercera cita resolvieron irse a vivir juntos y tratar de sobrellevar así, sus respectivas soledades

Al enterarse del embarazo de Irina, Enrique, sorprendido en primer momento, se dijo que ella era un hermoso paquete, y que lo aceptaba completo. Por supuesto, ello tranquilizó a la madre en ciernes.
Vivieron así unos meses de verdadera felicidad y de intenso romance.
A ella el trabajo le había mermado mucho, pero la llamaron para hacer una serie de tiernas fotos, para una firma que justamente lanzaba su nueva línea de ropa futura mama y que le aseguro poder cubrir los gastos del parto y algo más. Pudo lucir orgullosa su creciente pancita.
Ya sobre la fecha, en la última ecografía, se vio a la criatura, colocada en una peligrosa posición, por lo que los médicos decidieron adelantar los tiempos y realizar una cesárea.
La operación, fue realizada sin ningún problema. La niña era realmente hermosa. Tenía un gran parecido con su madre y vaya a saber qué, del padre.
Los problemas comenzaron al tercer día. Aparentemente una infección hospitalaria, se convirtió rápidamente en una septicemia generalizada, llevando a Irina a la muerte.

Serguei, al enterarse del fallecimiento de su hermana, dijo sentirse muy apenado, pero, de la niña no quería saber nada. Su catolicismo militante, no le permitía hacerse cargo de la hija del pecado. Sugirió que Enrique, debería entregarla en adopción o que, en el peor de los casos, la vendiera.
Por supuesto, el joven pasó a ser el padre putativo de la criatura.
La bautizó Tatiana, en recuerdo a su abuela, tal como lo hubiese querido su madre.
Por fortuna para la niña, en la misma clínica, había estado internada una joven mujer peruana, que en el parto perdió a su hijo. La misma se ofreció gentilmente a ser el ama de leche, tal vez más interesada en serlo del padre, que de otra cosa. De este último aspecto de la cuestión, Enrique, o no se dio cuenta o se hizo bien el burro, pero arregló con ella, que no sólo amamantase a la beba, sino, que la cuidara en las horas que él debía trabajar.
Pasaron así años de arduos sacrificios. Eso de ser padre y madre a la vez, era más complicado de lo que él hubiera imaginado.
En alguna oportunidad pensó en regresar al Perú, a buscar la ayuda de sus padres. Dejó de lado la idea pues allá no podría conseguir un trabajo, ni un sueldo, similar al que tenía acá.
Se había convertido en la mano derecha del propietario de la empresa y era tratado por su empleador como un hijo.
Así pasó la época de cambiar pañales y preparar mamaderas y un día casi sin darse cuenta se encontró haciendo tareas escolares.
Tatiana, cada vez más hermosa, había dejado de ser una ocupación más. Era ahora su compinche. Con ella, la soledad había desaparecido, hacía ya tiempo.
Un día, descubrió con cierta preocupación, que la estaba mirando, no como a una niñita. Evidentemente ya no lo era.
No había cumplido él, para esa época, los cuarenta años. Algunas canas empezaban a anidar en su cabeza. Ella se divertía despeinándolo y diciéndole que estaba hecho un viejo, que pronto debería mandarlo a un geriátrico. Estaba por cumplir los dieciocho años.
Así las cosas, notó que las caricias y los besitos que ella le daba, tampoco eran del todo ingenuos.
Al fin, una noche que regresaron al departamento sumamente alegres, tras ver una divertida obra de teatro y haber cenado opíparamente, Tatiana, sin la menor explicación, se desnudo y se metió en la cama de Enrique. Si bien en principio, lo tomó por sorpresa, rápidamente acepto la situación. Al día siguiente dio parte de enfermo y nadie los vio salir de allí durante una semana.
Vivieron unos meses de juvenil y desenfrenado romance. Les costaba ocultar su felicidad y pronto empezaron las murmuraciones.
Aceptando el consejo de amigos y del dueño de la empresa, resolvieron mudarse.
Muy poco tiempo antes habían inaugurado una importante filial en Córdoba. Él se hizo cargo de la dirección de la misma y se instalaron en la provincia. Consiguieron una hermosa casa en las cercanías de Unquillo, pueblo que a más de lindo, quedaba cerca de la capital provincial, y al no conocerlos nadie, no debían dar explicaciones de ningún tipo.
Allá tuvieron a su primer hijo.
No sabemos cuantos más habrán tenido ya que prácticamente, ninguno de los que los conocíamos, tuvimos más noticias de ellos. Pese a esto, todos imaginamos que mal no la pasaron y que fueron felices. Tampoco supimos si comieron perdices, pero en cambio estamos seguros que tomaron mate con peperina.-



_____________________2005


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2 comentarios:

Higorca Gómez Carrasco dijo...

Muy buen relato, es para pasar un rato divertido y ameno.

Un saludo

Carlos Podesta dijo...

Nuevamente gracias.Sos muy amable.Podestá