Detallada relación de cómo y porqué, me convertí en el hombre más rico del mundo

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Este cuento es medio largo. Por eso lo dividí en cuatro partes, como los viejos folletines de la revista Leoplan. Algún viejo se acordará. Espero que alguien tenga la paciencia de seguirlo.

Primera parte

Nací en la provincia de San Juan.
Mi madre era oriunda de Nápoles y mi padre argentino, hijo de sicilianos
No conocí a mis abuelos maternos y no tengo la menor idea de porqué mi madre, vino a parar a América.
Conocí en cambio a mi abuelo paterno. Era bastante viejo, murió siendo yo muy chico. Había venido de joven a América, siguiendo a Garibaldi.
Recuerdo que con mi padre hablaba una jerigonza, totalmente incomprensible tanto para mi madre, como para mí.
Vivíamos en una pequeña finca, cercana a Calingasta, éramos muy humildes. Yo era el menor de cinco hermanos.
Mi infancia fue de lo mejor. Si bien había épocas, en las que, las estrecheces económicas en que vivíamos, se hacían sentir, el entorno era tan hermoso que todo se hacía más llevadero. La cordillera al alcance de la mano, el río, las chacras, los campos cercanos, todo era para nosotros una aventura constante.

Estaba en quinto o sexto grado, cuando apareció de visita en mi casa, un señor que me cayó muy bien.
No supe cuál era el motivo de su visita, ni de dónde conocía a mi padre, pero era evidente que su relación amistosa, venía desde hacía ya bastante tiempo.
Era geólogo y estaba haciendo estudios en el yacimiento de cobre de El Panchón, en plena cordillera.
Por lo visto, yo también le caí bien. Decía tener un hijo de mi edad al que hacía tiempo no veía, vivía en Buenos Aires, junto a su madre.
Varias veces me invitó a recorrer los cerros cercanos o a visitar el yacimiento.
Si bien yo era medio chico y había cosas que no comprendía, las explicaciones que me daba y la forma de hacerme ver las cosas de la naturaleza, cambiaron mi vida. Pronto supe reconocer una cantidad de piedras y minerales.
Desde un principio tuve la certeza, que todos los conocimientos que adquirí en esa etapa de mi vida, me serian de utilidad en algún momento.
Lamentablemente, terminada la escuela primaria no pude seguir estudiando y entré a trabajar en un taller mecánico. Oficiaba como ayudante, aprendiz, peón, cadete ceba mate y que sé yo que más.
Pese a todo, leía cuanto libro caía en mis manos.
Pasaron los años y me fui a Buenos Aires, a tentar fortuna.
Me consideraba un buen mecánico, capaz de dar vuelta de arriba abajo tanto a un auto como a un camión o a un tractor.
Me alojé en la casa de unos parientes lejanos, que tenían allí, una especie de pensión y alquilaban habitaciones.
Por suerte, por recomendación de un amigo de la familia, conseguí trabajo en los talleres de una concesionaria de autos importados.
Al poco tiempo tenía novia. Todo iba viento en popa.
En esa época, pese a mi escasa edad, estaba apurado por casarme y formar una familia.
Sin embargo, mi novia, no tenía el mismo apuro. Decía que todavía era muy joven y quería gozar de su libertad un tiempo más.
Las cosas empezaron a andar mal entre nosotros y poco tiempo después me colgó la galleta. Según dijo, yo era un plomo.
Este asunto me dejó hecho bolsa pero, otra vez se cumplió el refrán popular. A la semana siguiente me gané el Prode.

El pozo era muy interesante. Me permitiría abrir mi propio taller.
No obstante, en cambio de hacerlo, pedí un mes de licencia y me dediqué a pasear.
Muchas veces había soñado con conocer la tierra de mis ancestros.
Por supuesto que lo tenía como a un sueño imposible. Ahora, de golpe, dejaba de serlo y no quería desperdiciar la oportunidad.
Además, hacer un viaje me vendría bien, ya que me permitiría tomar distancia de mi desilusión amorosa.
Por supuesto, ella había pretendido ante mi inesperada fortuna, recomponer nuestra relación. Le dije, con todo respeto, que se fuera a lavar las partes.
Por fin, una vez cobrado el premio y terminados trámites y papelerío, me embarqué rumbo a Italia.
Aproveché a pasar dos días conociendo Roma, antes de seguir viaje a Nápoles. La ciudad, bastante grande, todo muy lindo, pero, los lugares realmente interesantes, los más viejos, se veían, medio abandonados y ruinosos.
Nápoles en cambio me encantó. Pese al olor a meo de algunas esquinas, es una ciudad muy pintoresca y la gente bastante macanuda.
Lo primero que hice al llegar, fue buscar a unos parientes de mi madre que aun vivían allí.
Cuando conseguí ubicarlos, fui alegremente a visitarlos.
Me sorprendió la frialdad con que me recibieron. Contrariamente al resto de los napolitanos que suelen ser extrovertidos, estos eran secos, antipáticos y duros. En realidad, analizando sus escasas palabras, pude sacar en limpio, que lo que temían, era que ese americano caído de las nubes, viniera a reclamar alguna herencia.
Cuando lo comprendí, les aclaré que la herencia, se la podían meter en el culo y que se fueran a la mierda. Pese a que se los dije en castellano, por la cara que pusieron, creo que lo entendieron.
Seguí con mi viaje, esta vez a Sicilia.
Sabía que en Caltanisseta, vivían los parientes de mi abuelo pero, después de la experiencia con los napolitanos, preferí no conocerlos. No hubiera sido divertido encontrarme con una banda de mafiosos enojados.
La isla, pese a la mala prensa, es una maravilla, la recorrí de punta a punta y me gustó bastante.
Hice una excursión por las islitas cercanas y esto sí, me gustó tanto, que resolví recorrer integro el Tirreno.
Ischia, es tan linda, que me hubiera quedado a vivir allí. Lamentablemente, está llena de yanquis estúpidos, alemanes prepotentes y japoneses fotógrafos.
Preparan un limoncelo excelente, sin embargo, me gustaba más el que prepara una hermosa morocha de Hurlingam.
Cuando iba a conocer Cerdeña, al pequeño barco en que viajaba se le planto el motor y quedamos a la deriva. Estábamos muy cerca de un pequeño islote. El capitán nos explicó que no debíamos temer, que era un problema fácilmente solucionable. Bajaron una de las lanchas salvavidas, y con ella remolcaron la nave hasta ponerla al socaire de la isla y allí fondearon. Mientras trabajaban en el motor, nos contaron que la isla se llamaba San Pietro al Mare pero, se la conocía como Pietra al Mare. En realidad no era mucho más que eso, una piedra que sobresalía, apenas unos quince metros y aparentemente no alcanzaba a tener una superficie de más de una hectárea. Era totalmente árida, no se veía nada que no fueran piedras. Tenía un monótono color gris.
Sin embargo, del lado donde estábamos anclados, se veía una pequeña, pero bella playita. Como el día estaba realmente hermoso y nos aburríamos, algunos de los pasajeros, pedimos que con la lancha, que aún estaba en el agua, nos llevaran a la misma. Accedieron rápidamente, con tal de tenernos entretenidos y evitar así más protestas.
Mientras la mayoría, nadaban o tomaban sol en la playa, me dediqué a recorrer el promontorio.
Era notorio que era de origen volcánico, en gran parte estaba cubierto por un manto cárstico. Encontré dos tipos de basaltos y diferentes rocas ígneas. El agua y el viento lo habían desgastado bastante y lo surcaban profundas canaletas. Al fondo de una de esas canaletas, me llamo la atención una piedra distinta al resto. Pese al trabajo del tiempo, de la erosión, de la atrición y de todas esas cosas juntas, se notaba su origen sedimentario, algún tipo de mármol seguramente. Debía tener más o menos un metro por ochenta centímetros y un espesor de alrededor de quince centímetros.
Se hacía evidente, para el ojo avizor, que esa piedra, no había nacido allí.
Daba la impresión de ser una puerta.
No pude ver más, ya se oía la bocina del barco, llamando a embarcarse.
Una vez a bordo, no comenté con nadie el asunto, primero por que no creía, que a alguien, en el barco, le importaran las piedras y segundo por recordar aquel axioma, aprendido en la colimba, que dice “No avivés giles porque sí”.
Me quedé en Cerdeña. Algo me decía que debía investigar el asunto de la piedra.

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