Mi amigo Pablito

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Yo tenía para esa época, más o menos siete u ocho años.
Es la edad en que uno empieza a tener verdaderos recuerdos, de años anteriores se recuerdan hechos puntuales, que vaya a saber por qué, quedan grabados.
Vivía, en aquel entonces, en un tranquilo barrio de las afueras, lleno de baldíos y potreros, donde pasábamos el día jugando.
En verano, cazábamos mariposas o sea, a ramazos, matábamos montones por pura diversión. ¡Había tantas!
Influenciados tal vez, por el odio ancestral de los quinteros para con los pobres zorzales, salíamos con nuestras gomeras a matar pájaros.
En esto, yo me destacaba por no ser capaz de acertarle a nada. Envidiaba la puntería de los mayores.
Un buen día en que toda la banda estaba de cacería, vi a un pájaro en lo alto de un eucalipto y sin dudarlo, le apunté y disparé, con tan buena puntería, que cayó a mis pies fulminado. Con cara de suficiencia, los llamé para mostrar mi hazaña. Miraron al pajarito y con cara de desprecio, me dijeron ¡Animal, a los horneros no se les tira!
Nunca más le tiré a un pájaro.

Para esa época, decía, se mudó al barrio un pibe nuevo. Un lindo chico, según mi madre.
A mí, de entrada me pareció buena persona, pronto nos hicimos amigos.
Se llamaba Pablito Aimar, como el actual jugador de fútbol, no se si tendrían algún parentesco, no creo, simplemente serían homónimos.
Teníamos la misma edad. Además de ser macanudo, poseía algunas cualidades que pronto hicieron que lo admirara.
La primera y más notable, era su agilidad. De un brinco, era capaz de subirse a una pared bastante alta y correr por ella con total seguridad, y sin el menor temor. Sus saltos eran increíbles. Corría por la cumbrera de un techo y de allí saltaba a una medianera y de ésta a la rama de un árbol o al piso, siempre caía bien y con suavidad.
Nos pasábamos los días juntos, jugábamos, andábamos en bicicleta o explorábamos los alrededores.
Sin embargo, algo extraño había en él. De pronto en lo mejor de un juego o de un paseo, decía ¡Me tengo que ir! Y sin más explicación salía corriendo. Más de una vez intenté seguirlo, pero cuando llegaba a la esquina donde había doblado, o a la puerta de calle por donde había salido, ya no lo veía más.
Cuando se es chico, no se juzga demasiado o se averiguan cosas de un amigo, se es amigo y listo. Pese a esto, poco a poco, más cosas me iban llamando la atención. Primero habían sido sus movimientos y su agilidad, luego sus repentinas escapadas, ahora me daba cuenta del extraño ronroneo que hacía cuando estaba concentrado en algo.
Al principio, a mis preguntas contestaba con evasivas, pero con el correr de los días, aunque con cuenta gotas, fue contestando algunas de mis inquietudes.
Me contó que padecía una extraña enfermedad. Era prácticamente desconocida ya que afectaba solamente a una persona cada trescientos cincuenta millones. Aparentemente su tatarabuela la había contraído en su juventud, en un viaje a Egipto. Desde entonces se trasmitía, a través de las mujeres de la familia, pero se manifestaba solamente en algunos varones. En las mujeres se daba como una toxoplasmosis, más o menos intensa. En los hombres adquiriría formas más complicadas. Se la conocía como el mal de Catkingsohn. No pude saber más.
Todos estos datos, que tal vez podrían haber preocupado a una persona de más edad, a mí no me afectaron en lo más mínimo y nuestra amistad continuó igual que siempre. Seguíamos explorando casas deshabitadas y patiperreando felices. Ahora que digo patiperreando, me acuerdo que los perros no le eran para nada simpáticos. Me causaba mucha gracia verlo enfrentarlos, mostrándoles los dientes y haciendo un extraño bufido, que, generalmente, los hacía salir corriendo con el rabo entre las patas.

Un día, llegamos hasta una vieja casa abandonada. Estaba bastante alejada, dentro de lo que había sido el campo de los Lacroze.
En el momento en que llegábamos, se largó una tormenta impresionante. Caía una cortina de agua, viento y unos truenos que daban pavura. Muertos de risa, corrimos a buscar refugio en el interior. Adentro llovía casi tanto como afuera, pero encontramos una habitación pequeña que se mantenía seca. Por las estanterías que quedaban, se veía que había sido una especie de despensa o depósito.
Se hacía de noche y la tormenta era cada vez peor, ya casi no se veía. De pronto, un fuerte golpe de viento, cerró la puerta. Por más que pusimos todas nuestras fuerzas, nos fue imposible abrirla.
Aparte de la puerta, la única abertura era una pequeña ventana. Estaba muy alta, y pese a que sus vidrios estaban rotos, era muy chica como para que pudiéramos salir por ella.
A mí me dió un ataque de pánico, recuerdo que sentía a Pablito, haciendo unos ruidos raros. Me largué a llorar como un loco y estoy seguro que en ese momento, con la luz de un relámpago, alcancé a ver a un gato, que salía por la ventana.
Me debo haber desmayado, por que no recuerdo nada más, hasta que vi. entrar a mi padre y a mi madre que llegaban a buscarme. Parece que me volví a despatarrar.
Estuve en cama, con fiebre, delirando y con unas pesadillas que despertaban a toda la familia con mis gritos. Esto duró como una semana o más. Cuando esto fue pasando y volví a mis cabales, me contaron que Pablito había llegado empapado y bastante asustado, a avisarles que me había quedado encerrado. Aparentemente él había podido salir por la ventanita. Luego al preguntar por él, me enteré, que se había ido con sus padres, a pasar un tiempo en casa de unos parientes en Esquel o el Bolsón, no sabían muy bien.
Tiempo después recibí una tarjeta postal de la zona. Me contaba que se quedaban a vivir en Cholila. El padre parece que había conseguido un buen trabajo y la madre era maestra en una escuela. El se estaba dedicando a hacer averiguaciones y recogiendo datos sobre la vida de Buch Cassidy y el Sundance Kid en la región. De él no me decía nada más. Nunca la contesté por que no daba dirección a dónde hacerlo.

Pasaron unos cuantos años, de mis andanzas infanto juveniles, ya ni me acordaba. Trabajaba de encargado en un negocio de ropa y artículos deportivos. Entre sueldo y comisiones por ventas, redondeaba una buena entrada mensual. Estábamos haciendo planes, con Irene, mi novia, para casarnos antes de fin de año y si bien prácticamente vivíamos juntos, ella quería formalizar y casarse por iglesia.

Una noche que estábamos en mi casa, los maullidos lastimeros de un gato, no nos dejaron dormir hasta la salida del sol.
La cosa se repitió las noches siguientes. Pasó una semana y el maldito gato, no paraba con sus gritos y nosotros no dormíamos. Por fin, me decidí, busqué mi viejo veintidós, abrí la ventana y le disparé.
Los maullidos cesaron como por encanto. Convencido de haberle dado un buen susto, esa noche dormí tranquilo.

A la mañana, al salir al jardín, vi con espanto, junto a la tapia del fondo, a un hombre tirado. Tenía un pequeño agujero de bala en la frente. Horrorizado, descubrí en él, a mi amigo Pablito.
Fue tal la angustia, que entré a la casa decidido a suicidarme, pero con bronca, descubrí que había gastado la última bala.
Me fui entonces a la estación de trenes, dispuesto a tirarme ante la primera formación que apareciera. Me paré al borde del andén, y cuando vi venir al tren, cerré los ojos y sintiendo que llegaba, me tiré a las vías. El golpe en la cabeza contra las piedras, me hizo abrir los ojos, con desesperación vi que me había equivocado. El tren que había visto llegar, era el trencito a puerto Madero. Estaba en la otra vía.
Rápidamente, se tiraron a las vías varias personas y algunos policías ferroviarios, creyendo que mi caída se debía a un accidente.
Cuando comprendieron, que lo mío había sido intencional, me sacaron de la estación a patadas en el culo.
Frustrado, avergonzado y más apenado aún, fui directo a uno de esos edificios de más de veinte pisos que hay sobre Rivadavia.
Iba dispuesto a tirarme desde la azotea.
En el momento que entraba una señora, me metí. Con ella comprobamos que había corte de luz, por lo que los ascensores no funcionaban.
Protestando, la mujer, emprendió el lento ascenso, vivía en el segundo piso. Yo le dije que iba al quinto y arranque con todo. Esta vez tenía que ser la vencida.
Me encontraron tirado en el piso diecisiete con un preinfarto. Me internaron en el Posadas y cuando me dieron el alta me encontré con una consigna policial en la puerta de la sala. Estaba acusado de asesinato. Terminé, esta vez, internado en Devoto.
Los muchachos me recibieron muy bien, mis muy crecidas hemorroides me hacen sumamente popular.

______________________ 2006.

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