El paylebot

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Le encantaba pasearse por el puerto.
Los barcos fondeados en la rada o los amarrados a sus muelles, lo hacían soñar con viajes a ignotos países. Estos países en general, tenían palmeras, aguas cálidas y extensas playas, por donde paseaban gran número de hermosas y casi desnudas mujeres, que le sonreían incitantes.

Le llamó la atención un lindísimo paylebot, que se hallaba fondeado a cierta distancia de la costa. Tenía dos altos palos con masteleros y enormes velas cangrejas Una carreta de altas ruedas, llevaba a un grupo de pasajeros para embarcase. Se veía que estaba listo para partir. Seguramente debía ir al puerto de Conchillas, de donde traería arena. Era el Gloria, tiempo después se enteraría que había sido vendido y sus nuevos dueños le cambiarían el nombre por el de Roca XVII.
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Era intenso en esos tiempos, el transito de chatas y barcos de todo tipo, entre la costa uruguaya y Buenos Aires. La mayoría transportaba arena y piedra desde Conchillas o desde las canteras del Rosario, para la construcción del puerto de esta margen del Río de la Plata. Además el vapor de la carrera, salía del puerto de Bs.As. con rumbo a Colonia, Conchillas y Soriano, este último sitio era el elegido por muchas familias acaudaladas porteñas, para pasar vacaciones. De allá se hacían traer barriles con agua. Se creía que estas aguas tenían cualidades curativas para males varios.
Pese a que la construcción recién se iniciaba, ya se veían amarrados a sus muelles, a un carguero de la Delta Lines, a un enorme trasatlántico de la línea “C” y enfrente a un tremendo porta contenedores, recién llegado de Hamburgo. Mas allá, acababa de partir el catamarán a Punta del Este, casi al mismo tiempo que Buquebus, anunciaba su salida, con rumbo a Colonia.
Ahora, atrajeron su atención, unas chatas, de las que descargaban caolín. Recién llegaban de Holanda. Allá habían construido los cascos a pedido de una empresa argentina. No contaban con motor, ni obra muerta, se tenían que terminar acá. Para poderlas traer, les habían colocado palos, caolín como lastre y a vela, sin ningún instrumento
familias completas, habían navegado hasta aquí.

Amaba ese ancho y marrón río. No alcanzaba a comprender, cuál podía ser el interés de achicarlo. Los rellenos que se estaban haciendo para construir la costanera norte, le resultaban absurdos.
Habían destruido, prácticamente, la hermosa costanera sur, permitiendo rellenos para hacer la ciudad deportiva de Boca, con esa espantosa confitería y en cambio habían cerrado la Munich, que era hermosa.

Se fue caminando despacito para el bajo. Le gustaba recorrer los barcitos y piringundines que por esos lados había.
Lo atraían esos lugares siempre llenos de marineros y putas. Allí escuchaba hablar en los más exóticos e incomprensibles idiomas, que hacían volar su imaginación mas allá del mar.
Hacía ya un tiempo, en uno de ellos, se había puesto a charlar con un viejo marino, que decía haber quedado varado en Bs.As.
Cada tanto se lo encontraba y tras pagarle algunas copas, lo escuchaba, embobado contar sus aventuras en los siete mares. Algunas veces, le resultaban sospechosamente similares a algunos cuentos de Conrad, rondaban por allí Lord Jim, Tifón y hasta creyó reconocer al Gordon Pinn, de Poe.
No obstante haberse convencido de los macaneos del viejo, le encantaba escuchar sus relatos, los decía con mucha gracia y sentido del humor.
A veces se le iba la mano, un día contó pormenorizadamente, unas operaciones y amputaciones, realizadas en alta mar, que era evidente que habían salido del libro de Oexmelin.

Sin darse cuenta, él, había ido copiando la forma de moverse, los gestos y expresiones y hasta la forma de vestirse de muchos de estos lobos de mar. Le resultaba divertido y muy agradable cundo alguna de las, llamémoslas, señoritas trabajadoras, lo trataban como si fuera él, tripulante de alguno de esos grandes navíos llegados de ultramar. Generalmente, cuando se le acercaban con caras mimosas y voces melifluas, solía contestarles en un inglés champurreado, excusándose por tener que embarcarse en poco rato más. Ellas estaban siempre dispuestas a creerse cualquier cosa, siempre que pensaran, que en los bolsillos había dólares. Ante cualquier sospecha de que no era ese el caso, perdían todo interés y dirigían su atención a otro parroquiano.

Una noche, en que las copas habían sido más que las de costumbre, notó que del bolsillo del raído gabán del viejo, se asomaban unos libros.
A esta altura los dos estaban bastante borrachos. Viendo que el otro,
ya no sabía muy bien lo que decía, ni dónde estaba, se los sacó, lo más suavemente que le fue posible. Eran dos pequeños y ajados tomos. Uno era el "Billy Budd, Marinero", de Melville y el otro, "El bote abierto", de Stephen Crane.
Pese a su estado, el viejo se dio cuenta de lo que ocurría y a los manotazos, trato de recuperar lo que le pertenecía.
Él, que de haber estado fresco no lo hubiera hecho, se le rió en la cara y lo trató de macaneador mentiroso que contaba historias ajenas, para que algún estúpido, le pagara unos tragos.
Ante estas serias acusaciones, el pobre hombre, se quedó unos segundos como confundido, para prorrumpir luego en un patético llanto. Luego de esto y tras recomponerse lo mejor posible, confesó que todo lo que le decía era cierto, pero que si se lo permitía y tenía ganas de escucharla, le contaría su verdadera y triste historia.

Había nacido en la ciudad de Córdoba, donde pasó parte de su infancia. Aún recordaba un paseo que había hecho con sus padres, cuando tenía seis años. Fue cuando conoció el lago de Carlos Paz. No podía imaginar que existiera en todo el mundo, un lugar con tanta agua. Al cumplir los diez años, se mudaron a Buenos Aires. Con admiración conoció el Río de la Plata. Esa enorme superficie de agua surcada por infinitos veleros y grandes barcos.
Ya para entonces navegaba, gracias a Salgari, junto al Corsario Negro y a Sandokan. Poco tiempo después haría Veinte mil leguas con Verne.
Pero lo que realmente lo marcaría para toda su vida, fue cuando a los quince años, veranearon en Mar del Plata. El espectáculo de ese maravilloso mar, visto por primera, y aunque él no lo supiera, última vez, lo dejaron anonadado. Allí, resolvió solemnemente, dedicar su vida a navegar los siete mares.
De regreso en Bs.As., se le presento por fin la oportunidad de embarcase. Fue un día que cruzó el Riachuelo en bote. Llegó a la otra orilla, sintiéndose bastante descompuesto. Lo achacó al espantoso olor que salía de esa agua negra y podrida.
La segunda oportunidad la tuvo, cuando sus padres, resolvieron hacer un paseo por el Delta. La posibilidad de poder tomar una lancha colectiva lo llenaba de alegría. Cuando llegaron al embarcadero de Tigre, la visión de tantas lanchas que iban y venían, le produjo una sensación de tremenda excitación y no veía el momento de estar en una de ellas. Lamentablemente, una vez embarcados, no pudieron hacer mucho camino. Apenas salidos del puerto, cuando recién encaraban el Lujan rumbo al Carapachay, el timonel, pegó la vuelta y los desembarcó en la primer escalera del muelle. Él ya había vomitado encima de todos los pasajeros y tripulantes.
Pasó una semana tremenda, bastaba con recordar los movimientos de la lancha, para que no pudiera retener alimento alguno en el estomago.
La siguiente vez que pisó la cubierta de una embarcación, fue durante una visita que junto a sus compañeros de colegio, realizó a la fragata Sarmiento. Lo tuvieron que bajar entre dos marineros, mientras, el resto de los visitantes, seguía patinándose a bordo.
Pese a todas estas experiencias negativas, leía cuanto libro tuviera algo que ver con aventuras marineras. A bordo del Pequod, persiguió a la gran ballena blanca, sintió sobre cubierta el rítmico golpeteo de la muleta de John Silver, sobrevivió a innumeras batallas en las que generalmente estaba del lado de los piratas, fue perseguido por los fantasmas de Hope Hodgson y hasta estuvo en la Antártica con Sobral.
Por más que le contaran que el almirante Nelson, había dirigido la mayoría de sus batallas, desde su cucheta, vomitando y enfermo, no podía evitar la profunda depresión que sentía, al ver como morían sus sueños. Poco a poco se fue apartando de la gente, dejó sus estudios y lo único que hacía era recorrer bibliotecas en busca de nuevos libros. Así fue cayendo hasta terminar en lo que era hoy, un pobre infeliz que vivía una mentira, que al menos le permitía tomar algunas copas gratis.

Después de esta tragicómica confesión, el hombre, entrecerró los ojos y quedo inmóvil ajeno a todo lo que lo rodeaba.
Él sin decir una palabra, se levantó, pagó los tragos y salió lentamente.
Se había dado cuenta que lo escuchado, lo afectaba más de lo que podía esperase. De golpe comprendió el porqué. Veía con claridad reflejado su futuro, después de todo, había leído prácticamente los mismos libros, había imaginado infinidad de aventuras, se vestía como marinero y jamás se había decidido a subirse a un barco.
A la mañana siguiente la resolución ya estaba tomada. Presentó la renuncia a su empleo en el banco, produciendo un gran desconcierto entre familiares y amigos, que no podían entender su repentina decisión. A todas las preguntas respondía lo mismo, estaba resuelto a cambiar totalmente de vida, pero no estaba dispuesto a aclarar más nada.
Terminó de arreglar asuntos pendientes y un día, viendo al paylebot, María Luisa amarrado en el puerto, se presentó a su capitán. Le solicitó un puesto como tripulante, ofreciéndose en cambio a trabajar sin cobrar sueldo, durante dos viajes. Luego de los mismos, si ambos quedaban conformes y sobre todo, si él demostraba ser apto para el oficio de marinero, hablarían sobre su contratación definitiva.
El capitán, que acababa de desembarcar a un tripulante por enfermedad, aceptó la oferta encantado.
Así se convirtió por fin en marinero.

Bastaron unos pocos viajes para aprender muchas cosas. La primera de todas, fue que la vida a bordo, no tenía nada de romántica y que se trabajaba más de lo que hubiera pensado. El primer pampero que los tomó en medio del río, no sería un tifón, pero no le gustó nada. Menos aún, el agotador trabajo con los remos, para sacar al barco, de la varadura. Los canales eran bastante angostos y cambiantes.
Los puertos donde atracaban, eran bastante aburridos. Las mujeres escasas.
De todas formas estaba conforme, ya tenía libreta de embarque y podía intentar nuevos rumbos. Además el hecho de no haber sufrido ninguno de los males, de los que aquejaban al pobre viejo, lo llenaba de alegría.
No le fue tan fácil esta vez conseguir un nuevo trabajo, la oferta era mucha y la demanda poca, además su escasa trayectoria, lo relegaba en la lista de posibles embarques. Consiguió por fin, un puesto de ayudante de cocina o algo así, en el Cruz del Sur. Este era un gran barco factoría, que acababa de botar Perón. Seguramente su destino no sería los mares tropicales, que ansiaba conocer, pero por lo menos sería una nueva experiencia. Esta experiencia, en definitiva, le resultó menos agradable que la anterior, ya que no supo muy bien por qué, ni cómo, terminó, de cocinero, durante dos temporadas, en un establecimiento de balleneros en Grytviken, en las Georgias del Sur.
A su regreso a Buenos Aires, tenía varias cosas en claro.
La primera era que no quería oler grasa de ballena, ni comer carne de ballena por el resto de sus días. La segunda era que había comido suficiente pescado, como para los próximos cincuenta y cuatro años. Y por último, lo más importante, que estaba podrido de humedad, de agua y de jugar a ser marinerito. No quería que le hablaran más de inmensos mares ni de pequeños ríos. Lo único que realmente ansiaba, en ese momento, era pasar un montón de días, en la cama con una señorita bien oliente.
Una vez satisfecho este deseo, y viendo que sus fondos bajaban con demasiada rapidez, comprendió que debía buscar un nuevo trabajo.
Pronto se dio cuenta que no estaba dispuesto a volver a ser bancario, ni a estar encerrado en una oficina. Pese a lo malo de la experiencia anterior, le había tomado el gusto a la vida al aire libre y a los espacios abiertos. De golpe descubrió, que lo que realmente lo había impulsado a su loca aventura, era Buenos Aires. Lo agobiaba, lo ahogaba, ya no aguantaba más acá tampoco.

Dispuesto a cambiar nuevamente de vida y bastante interesado en alejarse de Bs.As., y del río, rumbeó para el interior de la provincia.
Tenía un pariente lejano, que vivía en la zona de Bragado. Siempre le había resultado un paisano muy macanudo, así que decidió visitarlo.
Si no conseguía algo por esos pagos, por lo menos, pasaría un tiempo en el campo. Al llegar, se sintió un poco molesto, lo primero que lo llevaron a conocer fue la laguna. En realidad, debió reconocer que no era lo suficientemente grande como para inquietarlo.
En general el lugar le resultó muy agradable, la gente encantadora y la carne abundante. A los pocos días de llegar, ya estaba trabajando.
En el pueblo, había un frigorífico que faenaba caballos. Parece ser que destinaban su carne, entre otras cosas, para la fabricación de mortadela. Si bien sus tareas eran de orden administrativas, el ambiente era mucho más distendido que el del banco y el resto de los empleados, eran verdaderos gauchos. Pronto aprendió a montar y una vez que tuvo su culo acostumbrado, se pudo dar el gusto de hacer largos paseos a caballo.
De a poco, consiguió que le permitieran acompañar, a los compradores
de animales. En esa forma conoció toda la provincia y gran parte de
La Pampa. Terminó hecho un verdadero entendido en equinos.
Así como antes se había mimetizado con los marinos, ahora era un auténtico gaucho. Botas, bombachas batarazas, faja y cinto con rastra,
pañuelo al cuello y para completar el atuendo, una boina pirenaica. Esta en recuerdo de su apellido materno.
Su verdadero descubrimiento, fue darse cuenta, que este mar de pasto, lo llenaba de gozo, mientras que, el de agua lo deprimía. Era ahora realmente feliz. Le gustaban los ratos que pasaba mateando, por las noches, en algún fogón con los arrieros o por las mañanas, con los paisanos en la matera de alguna estancia. Se divertía como un chico jugando a la taba o visteando con una alpargata, y en más de un boliche, lo consideraban un experto en el juego del sapo. Chinitas no faltaban en su deambular por los diferentes pueblos que visitaba.
A veces, hasta conocía a algún personaje interesante. En una oportunidad que anduvo por los pagos de Areco, le presentaron a un arriero, que decían, era famoso. Se trataba de un tal Segundo. A él le resultó un viejo plomo y grandilocuente. Se ve que el hombre no estaba en un buen día.

Enterados, que Stekelman, tenía bastantes caballos a la venta, se llegaron hasta el campo donde los guardaba. Estos estaban en el tambo de Morón, en la zona de los bajos, cerca del ombú. Después de haber inspeccionado a los animales y cerrado el trato, fueron hasta un boliche cercano. Éste, era una especie de pulpería, una de las últimas que quedaban en la zona.
Contentos por haber realizado un buen negocio, festejaron largo rato. Al salir, sintiendo ya los efectos de unas cuantas limetas, se tropezó con un hombre que entraba. Era un tipo bastante alto, flaco, vestido de negro, de bigote achinado y mirada torva. Él, medio caliente, lo enfrentó en actitud desafiante. El otro, simplemente lo apartó de un manotazo, sin darle la menor importancia. El acompañante del flaco, a la pasada, le dijo ¡Quedate tranquilo pibe, no te metas en líos al pedo! Esto lo puso como loco. Se le fue al humo, increpándolo de viva vos y haciendo ademán de sacar el facón de la cintura. Ante esta actitud, el hombre se paro y sacando de debajo del sacó, un revólver que tenía un caño como de sesenta centímetros, se lo apoyo en la frente, y sin una palabra apretó el gatillo.
El hombre de negro era Bairoleto.




_________________2005.





2 comentarios:

emala dijo...

Hola Carlos,
Aunque no soy pintor ni escribo cuentos, ambas actividades me interesan mucho. Me jubilo próximamente y así podré dedicarme a leer con más intensidad y conocer autores tan sorprendentes como tú. Gracias por empezar a interesarte por mi gran pasión: los retratos en miniatura. Espero que de vez en cuando visites mi blog.
Saludos cordiales desde España

Eloy Martínez Lanzas

Carlos Podesta dijo...

Gracias por tus comentarios pero como escritor soy un desastre. Publico mis cuentos de puro caradura.
En cuanto a tu blog es estupendo.
Aprendo mucho de el, aunque juro formalmente que jamas me dedicaría a un trabajo asi.
Un abrazo. Podestá