1968 - Pelea en La Boca

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Óleo sobre tela
0,50 x 0,60


1992 - En Colaboración

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Acrílico sobre compose de telas
0,70 x 0,80

1994 - Florentina

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Acrílico sobre tela
0,70 x 0,80


1996 - Chiquitita

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Acrílico sobre tela
0,40 x 0,50



El Cocinero

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Remigio Rodríguez Rufino, era natural de Riosa, pequeño pueblo de Asturias.
De padres campesinos pobres, pasó una infancia dura y llena de privaciones.
Llegado a la mayoría de edad, dejó su tierra natal en busca de mejores oportunidades. Era ya, para este tiempo, un joven fuerte y trabajador, dispuesto a progresar a costa de cualquier sacrificio.
Pronto se da cuenta que en su país no existe posibilidad alguna de salir de pobre. Menos aún, si toma en cuenta, que dada su edad, es probable que termine alistado en la milicia o enviado al norte de África a alguna colonia, como “voluntario”, de la legión.
Escapa entonces a Portugal, donde consigue embarcarse rumbo al Brasil.
Por fin después de un viaje, que se le hace interminable, y después de haberse pasado días tirado, vomitando, enfermo y sintiéndose un desgraciado, llega a la mítica América. Acá, dicen, el dinero está tirado en las calles.
Lamentablemente para él y pese a reconocer las innegables bellezas del país, sobre todo, la de las mulatas, Brasil, es sumamente caluroso.
No soporta el calor que lo deja tirado y sin ganas de nada.
Continúa entonces su largo periplo, rumbo al sur, en busca de climas más benignos.
Se instala un tiempo en Montevideo, donde se siente mucho mejor.
En uno de sus innumerables cafés, consigue trabajo como lava copas y aprende el oficio de mozo, oficio que más tarde, le servirá, cuando salte el charco y se traslade a Buenos Aires.
En esta ciudad entra a trabajar en una confitería de la Avda.de Mayo, pero ya, con status de mozo experimentado.
Es entonces cuando deja de ser Remigio. Su nuevo apelativo será Gallego.
Que lo llamen de esta forma le desagrada bastante y no pierde oportunidad de recordarles, airadamente, a quienes quieran escucharle, que es asturiano.
Pese a todo, pronto olvida sus protestas, al notar la ofensa de sus patrones, que sí, son gallegos. Se consuela pensando que Galicia, en una época, perteneció a Asturias y por último no son tan diferentes gallegos de asturianos. Malo hubiera sido que lo llamaran a uno andaluz o gitano. Esos tipos que se la pasan dando pataditas en el suelo y revoleando sus manitas al aire, que parecen moros cuando cantan y que mucha navaja y poco trabajo, que a eso si le temen.

Trabaja día y noche como una mula, decidido a juntar hasta el último centavo para poder comprar su propio bar. Vive en una piezucha, que más parece madriguera, en el fondo de un conventillo del barrio sur.
En el inquilinato, conoce a una agraciada joven boliviana, de nombre Rosa Anunciada Mamani, la que un tiempo después, pasa a ser su concubina.
Transcurren para la pareja, algunos meses de algo parecido a la felicidad, al cabo de los cuales, ella le da la desagradable noticia de su embarazo.
Esta noticia lo pone realmente furioso, de sólo pensar en los gastos que se le avecinan, rechina los dientes y se arranca los pelos en espantosos ataques de ira.

Nueve meses después, como la mayoría de los críos, nace Romualdo.
Deberán pasar otros siete años, antes que Remigio pueda hacerse del capital necesario para abrir su primer bar. Le ofrecen entonces un buen local en el barrio de Liniers dando frente a la Avda. General Paz, próximo a la terminal de ómnibus.
En este lugar, ante la persistente insistencia de su esposa, deja de lado su idea inicial de poner un bar-café y termina abriendo un restaurante, con comidas típicas bolivianas.
En los primeros tiempos todo anda bien, el negocio no es del todo malo.
Su mujer se ocupa de la cocina, mientras él atiende las mesas. Cosa ésta no del todo agradable, le molestan demasiado estos tipos que huelen a coca y se maman como locos con cingani o cerveza.
Pasados los primeros meses, Rosa Anunciada, agotada tal vez por el trabajo y la atención del pequeño, cae enferma. Remigio, desesperado por que no puede conseguir un cocinero boliviano, que acepte cobrar el sueldo que pretende pagar, debe hacerse cargo de la cocina.
Una cosa era ser mozo y otra muy distinta ésta, de estar metido allí adentro con tremendo calor y preparando esas comidas extrañas y llenas de picantes.

Hasta esa época, el niño, que ya estaba por cumplir los nueve años, tuvo una infancia feliz, o al menos así la recordara él. Pero, su madre muere y su padre, que era un bruto simple, deja de serlo, para convertirse simplemente en un bruto o peor aún, en un bruto resentido. Resentido sobre todo con su muerta mujer, a la que achaca toda sus desgracias por haberlo llevado a abrir ese horrible boliche.
Para vigilarlo de cerca, según dice, y para ahorrarse un sueldo, hace trabajar a su hijo de lava copas.
El niño se convierte en el blanco de todas las rabietas del padre, con él se desquita de todas sus frustraciones y resentimientos.
Le costaran todavía dos años más, a Remigio, poder desprenderse de ese local.
Abre entonces un nuevo restaurante, éste en el barrio de Las Cañitas, es por supuesto, mucho más elegante y con comensales menos olorosos. De todas formas, no dejan de ser desagradables, éstos son más prepotentes y con grandes humos de gente bien.
Las comidas que cocina siguen siendo una porquería, pero de otro tipo.
Para aliviárselas un poco, asciende a Romualdo a ayudante de cocina. O sea que además de lavar copas y baños, el aún niño, debe preparar gran parte de las comidas.
Transcurren así los años. Cambian los locales y los nombres de los restaurantes. Cambian también los barrios y los clientes, pero Romualdo sigue metido en el lugar que mas odia, la cocina. Está por cumplir los veinte años, ya es el cocinero oficial, pero se ha convertido en un extraño ser.
Bajo de estatura, tirando a gordo, con espesas cejas y tupida barba que no condicen con su rostro aindiado y de marcado color moreno, especie de maloliente nibelungo, que vive entre flameantes hornos y hornallas. Parco en palabras y decididamente hosco, le resulta muy difícil cualquier tipo de comunicación con las personas.
Pese a esto, ante la insistencia de su padre, que no lo ve muy interesado en el tema, se casa con Romina Alderete, jovencita paraguaya, que oficia de mesera. Ésta, pese a su relativamente corta edad, es madre de un niño de unos dos años de edad, al que ha puesto de nombre Roque Remigio.

Pasados unos meses de su casamiento, en cierta oportunidad, encuentra a su padre secreteado alegremente con Romina y a ésta coqueteándole descaradamente. Si bien esto no le produce ninguna molestia, no deja de extrañarle la actitud de ambos. Días después, ve con verdadero asombro, al viejo, siempre tan duro y seco, jugueteando amorosamente con Roque. Ese crío mal educado, llorón y lleno de mocos le resulta sumamente desagradable y a partir de ese momento el desagrado pasa a ser decididamente odio.
No le asombra, en cambio, el día que ve salir a su mujer, acalorada y a medio vestir, del dormitorio de su padre. Pese a la estrechez de su cerebro, algo así estaba imaginando desde hacía ya bastante tiempo. Superando el miedo que siente ante las inesperadas reacciones de ella y a su carácter realmente podrido, se decide a increparla, pensando que es lo indicado en estas circunstancias.
Ella lo paró en seco, diciéndole que a él qué carajo le importa lo que haga ella, que por último Remigio es un verdadero hombre que sabe darle a una, todo lo que una mujer necesita, no como vos porquería que lo único que sabés hacer es pasártela entre las ollas y los sartenes.
Ante esta chorrera de palabras, Romualdo agachó la cabeza y rumiando algunas maldiciones, mientras pensaba en futuras venganzas, marchó a su cocina, especie de ergástulo, donde pasaba sus días, odiando a todos y a todo.
Para ese entonces, Romina, había sido ascendida a adicionista y desde su nuevo puesto manejaba con mano férrea al personal y controlaba con mirada de águila, sobre todo, las ganancias, los gastos y las cuentas bancarias.
No pasaría mucho tiempo, para que Remigio, aquejado de extraño mal, muriera entre horribles convulsiones.
Romualdo, con gran felicidad, ve próximo el día de su libertad, pero, pronto una noticia, que parece una broma cruel del destino, lo hace caer en terrible desesperanza y en gran angustia.
La tal noticia es que ha aparecido un testamento, donde el muerto, reconoce como propio al hijo de Romina, cosa que todo el mundo sospechaba. En el mismo, deja sus bienes, en partes iguales a sus dos hijos, pero, nombrando a la madre del menor, albacea de lo heredado por los dos, hasta la mayoría de edad de este último.
No pocos problemas le causa tratar de entender cómo, de golpe, pasa a ser padrastro de su hermano.
Nuevamente, agachando la cabeza, vuelve a su trabajo habitual. Cada vez más hosco y reconcentrado, aguantando además los malos humores y constantes reprimendas de su mujer, que ahora actúa, tiránicamente, como dueña absoluta del boliche.
Roque, que no hace absolutamente nada, se dedica a basurearlo cada vez que se cruzan, lo llama gordo boludo y se ríe descaradamente de él.

De golpe, ocurre un trágico e inesperado hecho. Faltando poco tiempo para que Roque cumpla la mayoría de edad, éste, su madre y treinta parroquianos que cenaban esa noche en el restaurante, mueren con los mismos raros síntomas, con que falleciera tiempo atrás Remigio.
Este extraño caso, llama la atención de la policía y de jueces varios que resuelven iniciar una exhaustiva investigación. Lo único que queda claro es que Romualdo ha desaparecido y nadie puede dar noticias de su paradero. Aparentemente el mismo día del tremendo hecho, con alguna argucia legal ha conseguido dejar en cero todas las cuentas bancarias.

Muchos meses después, algunos turistas, cuentan que creen haber visto, en una lejana isla del Pacifico sur, a un individuo, que respondería a la descripción física del desaparecido. Dicen que, al preguntar por él a los habitantes del lugar, éstos refieren que en realidad lo que más les llama la atención de este simpático y tímido señor, es el hecho de que se alimenta solamente con comestibles que se puedan comer crudos y que vive en las afueras del poblado, en una pequeña, pero confortable casita que, sin embargo, no tiene cocina.

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