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Los surtidores pulverizan
una lasitud
que apenas nos deja meditar
con los poros, el cerebelo y la nariz
¡Estanques de absintio
en los que se remojan
los encajes de piedra de los arcos!
¡Alcobas en las que adquiere la luz
la dulzura y la voluptuosidad
que adquiere la luz
en una boca entreabierta de mujer!
Con una locuacidad de Celestina,
los guías
conducen a las mujeres al harén,
para que ruboricen escuchando
lo que las fuentes les cuentan al pasar,
y para que asomadas al Albaicín
se enfermen de “saudades”
al oír la muzárabe canción,
que todavía la ciudad
sigue tocando con sordina.
Cuellos y ademanes de mamboretá,
las inglesas componen sus paletas
con el gris de sus pupilas londinenses
y la desesperación encarnada de ser vírgenes,
y como si se miraran al espejo,
reproducen,
con exaltaciones de tarjeta postal,
las estancias llenas de una nostalgia de cojines
y de sombras violáceos, como ojeras.
En el mirador de Lindaraja
los visitantes se estremecen al comprobar
que la columnas
tienen la blancura y el grosor
de los brazos de la favorita,
y en el departamento de los baños
se suena la nariz
con el intento de catar
ese olor a carne de odalisca,
carne que tiene una consistencia y un sabor
de pastillas de goma.
¡Persianas patinadas
por todos los ojos
que han mirado al través!
¡Paredes que bajo sus camisas
tienen treinta y siete grados a la sombra!
Decididamente,
cada vez que salimos
del Alambra
es como si volviéramos…
de una cita de amor
Granada, marzo 1923
Oliverio Girondo
de Calcomanias
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